Un caminador sin rumbo fijo iba de
ciudad en ciudad buscando la manera de llenar sus palabras. Era un hombre
culto, creativo y con el corazón lleno de ideas que quería compartir, pero
cuando se sentaba a escribir o conversaba con alguien, notaba como sus palabras
estaban vacías, no podía sacar nada de ellas, estaban tan secas como la arena
del desierto y tan vacías que tan solo encontraba aire en su interior.
Tanto buscar por el mundo se había
convertido en un hombre solitario, un hombre que tan sólo contaba con la
compañía de su sombra, que incluso algunas veces le dejaba solo, porque hasta
las sombras necesitan compañía. Pero los hombres y las mujeres nos aislamos del
mundo si no tenemos con quien compartir, y aunque el caminador había intentado hacer
amistad, incluso vivir durante más de una semana en los distintos lugares que
había visitado, llegaba un momento en que su desesperación le hacía recoger sus
cosas y marcharse. Por las noches, bajo la luz de la luna algunas veces o bajo el
brillo de las estrellas otras, el caminador escribía frases, palabras, párrafos
pero pronto se cansaba porque cuando los volvía a leer tan solo la soledad y la
tristeza acompañaban aquellas palabras separadas por comas y puntos. Intentó
copiar frases de libros famosos, intentó recordar historias y cuentos que le
explicaba su madre cuando era pequeño y que le había proporcionado tanta
alegría en el pasado, pero todo era inútil, cuando las palabras pasaban a
través de su cuerpo, cuando movía su mano sujetando un lápiz y quedaban
escritas en el papel, en aquel justo, instante las palabras se vaciaban y dejaba
de sentir.
El hombre llevaba años viajando, casi
había visitado todos los rincones de su mundo sin éxito cuando un día decidió
parar junto a un río. El río era un centro de vida, iban las mujeres a buscar
agua, los niños a jugar y los ancianos a refrescarse con su cauce. Pero aunque
todo era muy hermoso el hombre no podía describirlo utilizando sus palabras. Alguna
cosa le dijo que debía quedarse allí y una noche clara, una noche iluminada por
todas las estrellas del universo y con la luna más enorme que jamás había visto
el hombre conoció a una mujer.
No era la mujer más hermosa del mundo,
ni era la mejor mujer que jamás hubiera podido ver, pero era una mujer distinta
a las demás porque al verlo sentado, junto a la roca, mirando al cielo
iluminado, la mujer le sonrió. Poco a poco los dos empezaron a conversar de
muchas cosas, y aunque las palabras del caminador estaban vacías, la mujer las
escuchaba con el mismo interés que si hubieran tenido alguna cosa dentro. Poco
a poco el hombre empezó a sentirse cómodo con aquella situación, y
decidió quedarse más días para poder ver por las noches a la mujer misteriosa
que parecía no importarle el problema que tenía con las palabras.
Así pasó mucho tiempo, primero
semanas, después meses y cuando el hombre llevaba un año en aquel lugar,
hablando cada noche con aquella mujer, el caminador se puso de pié y estiró las
piernas que se la habían quedado entumecidas durante la noche, y notó que su mochila
pesaba muchísimo, mucho más de lo que jamás le había pesado. Se sentó en el
suelo y con mucho cuidado abrió la bolsa y entonces vio que durante aquel año
había escrito muchas cosas, y que todas
aquellas palabras que había dibujado en el papel, todas y cada una estaban
llenas. El hombre no pudo dejar de emocionarse y las lágrimas empezaron a caer
de sus ojos hasta aterrizar con dificultad sobre el suelo. No pudo evitar leer
sus palabras, y eran todas suyas, había escrito sobre lo que sentía, sobre su felicidad
y sobre el amor de aquella mujer. Había escrito sobre las cosas maravillosas
que le habían pasado en sus viajes y sobre las personas tan increíbles que había
conocido, pero sobre todo, había escrito sobre lo maravilloso que es cuando
descubres como llenar las palabras de todo aquello que guardas en el corazón.
El hombre viendo cumplido su
propósito, cogió su mochila, llenó la cantimplora con agua y se marchó de aquel
lugar, ahora que sus palabras estaban llenas de cosas había llegado el momento
de dejar que aquellas palabras fueran sentidas por otras personas, y que los
que quisieran, las pudieran tomar prestadas para dar sentido a su vida. El
hombre se marchó y la mujer no volvió a verlo y ella misma se sintió vacía,
pero no eran sus palabras las que se habían quedado sin contenido, era su
corazón el que no tenía nada.