El mar
está triste, se siente solo en una tarde de otoño. No hay niños jugando con su
arena, ni bañistas llenando sus aguas de risas, el mar se siente triste
observando un paisaje solitario bajo el sol radiante de un día otoñal. Tan solo
le hace compañía algún que otro pescador, alguien extraño de la vida, un buscador de tesoros enterrados en la arena o
tal vez alguien anónimo, solitario que pasea sin atreverse a tocar el agua fría.
Pero a
pesar de la soledad, el mar ansía vivir la vida de los hombres, sentir sus
debilidades, tocar el amor con la ayuda de la brisa del viento. Por eso se
siente feliz cuando un día aparecen personas que se encuentran en aquel pequeño
pedacito de naturaleza para confesarse su amor. Se abrazan sobre la dorada
arena, se besan con la ayuda de la brisa y se susurran dulces palabras que
llegan hasta el sonido del mar como si de una caracola se tratara. “Te amo”,
“estaré triste”, “no puedo seguir a tu lado”. Y el mar empieza a notar la
tristeza que acompaña a las palabras. El amor es como un verano caluroso, por
mucho empeño que pongas en conservar el calor del sol no puedes mantenerlo a tu
lado para siempre. Lo deseas, lo necesitas, pero sin saber como, se marcha y se
aleja de tu lado. El mar conoce esa sensación y le entristece aún más no poder
ayudar a la mujer que sufre aunque intenta sonreír, que siente un tremendo
dolor en su corazón aunque sus dedos juguetean constantemente sobre una piel blanca
y suave.
El mar
sabe que hay separaciones que son inevitables, pero también sabe que se puede
consolar al ritmo de la olas, que las gaviotas danzan gracias a la música del
viento, que la piel es mucho más suave cuando se toca con amor. Desde el
horizonte el mar es un simple observador de lo que ocurre en su playa, no
puede hacer nada, se limita a mirar y espera que llegue el momento de ofrecerse
como una cuna para mecer el dolor de la despedida.
Es tan
solo un instante, es tan solo una parte muy pequeña de un número infinito de
tiempo que hace que todo se pare, el viento se queda muy quieto y en silencio,
las olas dejan de romper en la orilla, las gaviotas no se atreven a decir nada,
están a la espera que todo vuelva a moverse. Y entonces una figura se levanta y
camina en solitario por el mar testigo de un dolor mudo, arrastra los pies para
hundir sus dedos bajo la arena y se aleja del hombre que la mira, sabe que la
desea, sabe que jamás podrá olvidar su olor, su sonrisa y sus besos. Pero
decide que es mejor dejarla marchar, es mejor que cada uno siga el camino que
debe seguir. Los dos llorarán pero para ella será peor, los dos recordarán,
pero ella no podrá borrar los recuerdos de su mente, los dos desearán volver,
pero tan solo a ella le quedará el recuerdo de aquella tarde, cuando a la
sombra de una nube de otoño confesó sus sentimientos. Se marchó sin volver la
vista atrás pero se llevó con ella un pedacito de aquel mar que fue testigo del
final de una vida.