No debemos desperdiciar nada, no podemos tirar
cosas que puedan ser reutilizadas y menos aún sin estar seguros que nunca más
lo volveremos a necesitar.
Es María una mujer
práctica, vital, empática y sobre todo muy, muy activa. Dedica el tiempo a lo
que puede o a lo que la dejan, nunca tiene ni un minuto para sumirse en la
holgazanería y normalmente consigue equilibrar su estado anímico para poder
estar siempre a la altura de lo que ella misma se exige.
Pero María también
es una mujer con pasado, un pasado lejano que guardó un día en una caja adornada de flores de diferentes colores y que con el tiempo, ha ido
perdiendo la intensidad de los primeros años. Un día María decidió que no
quería volver a amar, sintió que había desperdiciado muchos momentos de su
existencia con sentimientos y emociones que no la habían llevado a ninguna
parte. Seguía siendo increíble, seguía teniendo un millón de amigos, y seguía
siendo la mujer que muchos hubieran deseado en sus vidas, pero se había
convertido en una mujer sin emociones verdaderas.
María también
tenía un ritual que repetía cada día sin descanso, era un ritual que la hacía
sentir viva, que la acercaba a la realidad de la soledad pero que a la vez le
hacía reforzar la creencia de que la vida es el mejor regalo que alguien puede
tener. Ella se sentía así todos y cada uno de los días que había vivido desde
que nació. Recordaba a su madre, una mujer dura y de la que no conservó ni el
cariño ni el respeto que seguramente se hubiera merecido. Recordaba a su padre,
un hombre trabajador e inteligente que siempre le hizo sentir que era una niña
especial. Recordaba a sus hermanos, vitales, jóvenes y fuertes. Recordaba a su
mejor amiga, a la que quería casi como a una hermana y se sentía a sí misma tal
y como a ella le gustaba sentirse.
María era una
mujer feliz, una mujer de nuestros tiempos sin complejos, sin traumas y con el
control de su vida. Hacía lo que quería, y tomaba siempre las decisiones
pensando en ella misma, en su beneficio, en su salud y en su bienestar. Pero un
día María cometió un error, recordó su pasado, recordó una etapa de su vida
alejada de la estabilidad del presente. Fue un instante, apenas un suspiro,
apenas una brizna de un recuerdo que pasó rozando por su cabeza. Pero aquel
instante, por muy insignificante que hubiera parecido a primera vista fue
suficiente para que María mirase encima del armario, para que sus ojos se
posaran en un caja de colores apagados y sin brillo, y que llevaba mucho tiempo
viviendo en un limbo sin vida.
Abrió la caja y
los recuerdos la golpearon como el que golpea con fuerza una almohada para
hacerla más cómoda y mullida. De pronto el presente desapareció y tan solo
quedó en su mente el día que cruzó las cortinas negras para amar por última vez. En
la caja no había fotos, no había poemas ni tan solo una frase escrita en un
pedazo de papel, tan solo había un flor marchita y un pedazo de aquella tela
negra que marcó el adiós de un pasado demasiado doloroso para no haberlo
olvidado.
Al día siguiente
María se miró al espejo, ya no se sintió tan especial, ya no le parecía que era
una mujer feliz , fuerte y alegre, ahora María se veía vulnerable, triste y
envejecida, demasiado tal vez para aceptar su propia realidad.
No se lo que le
sucedió a María, no se si se convenció a ella misma que debería recuperar
aquello que le hizo tan feliz en el pasado, o por el contrario era mejor tirar
definitivamente a la basura el recuerdo que tanto dolor le produjo al tener que
decir adiós. Toda mujer en el fondo, comparte su vida con una María,
debatiéndose entre la sensatez y la locura, intentando decidir en cada momento
si dejarse llevar por las emociones o por lo racional. María nunca tomará las
mejores decisiones, nunca acertará el camino más adecuado, ni tampoco sabrá
reconocer la felicidad cuando la vea, María es esa parte de nosotras que actúa
con miedo, la que no quiere equivocarse y la que no quiere arriesgar, la que no
quiere perder. María representa aquello que más odiamos de nosotras mismas.
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